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Las trampas discursivas en la defensa de la actual Constitución

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La conclusión que se obtiene es que, al parecer, para robarle al pueblo los resquicios sí son legítimos pero para que éste se pronuncie sobre un tema tan importante como lo es definir bajo qué Constitución quiere vivir, no. Y esto no es un problema de prioridades sino de dominación.

En política, como en la vida social, las verdades absolutas no existen. Son creaciones colectivas, donde un convencido convence a otro, éste a un tercero, el tercero a un cuarto y así hasta que los convencidos son más que los no convencidos.  Es lo que en política contingente se llama construcción de mayorías.

Esto no significa que como sociedad no podamos alcanzar ciertos consensos que, dado el grado de acuerdo, sea muy difícil modificar.  Los derechos humanos son ejemplo de ello.  Pero aún así siguen siendo convenios sociales y no “la” verdad.

La lucha política es a fin de cuentas, bajo este prisma, una guerra discursiva.  Una batalla argumental, que muchas veces está contaminada por otras variables: la coerción, el utilitarismo, el miedo.  Es lo que entendieron los estudiantes, ninguneados en un origen por cuanto panelista devenido en erudito social apareció por aquellos días de la primavera social del Chile de 2011.  Esos especialistas que se conforman con leer la realidad.  Los estudiantes, en cambio, la leyeron y el texto que se desplegó ante sus ojos no les gustó.  Y decidieron reescribirlo.  Su principal logro: convertir lo normal en anormal.  Hoy son pocos los que se atreven a justificar el lucro en la entrega de un derecho social como es la educación.

Pero así como en política no hay verdades y todo se reduce a una correlación de fuerzas de discursos en pugna, existen artilugios, artimañas para hacer prevalecer determinada mirada de sociedad.

Durante la última semana los celadores del modelo –social, político, económico- nos han regalado dos de aquéllas.  Ambas vinculadas a la discusión sobre la validez o no de convocar a un referéndum (mediante reforma constitucional o decreto presidencial) para que sea el pueblo de Chile el que decida si quiere mantener la Constitución actual o cambiarla, por sus problemas de legitimidad y de corte individualista, mercantilista y antidemocrático.  Sí, es ésta en definitiva una opinión.  Porque mi objetivo aquí no es relatar la realidad, al igual que muchos busco modificarla.  Y que en el caso de plebiscitarse por decisión presidencial, este acto no podría ser revocado por el Tribunal Constitucional si no es convocado por la mayoría de alguna de las dos Cámaras.  Así se simple.

Como era esperable, Andrés Allamand y Pablo Longueira se han escandalizado por la propuesta del constitucionalista Fernando Atria sobre la posibilidad de que el Presidente o Presidenta de la República convoque a un plebiscito constitucional por la vía del decreto. Algo similar –aunque matizado- han dicho los precandidatos del lado diestro de la oposición, Claudio Orrego y Andrés Velasco.  Le han llamado “fraude” y “atajo”, o “que vulnera el espíritu de la Constitución”.  Y algunos han osado llamarle “resquicio legal”, en un empeño de conjurar los miedos aún latentes sobre lo que fuera el gobierno de Salvador Allende.

Me detendré en el último concepto: resquicio. Como tiene que ser, los medios oficialistas no nos defraudaron.  También las emprendieron contra la palabreja.  Y es ahí cuando uno revisa los dichos pasados y cae en la cuenta que cuando se habla de asamblea constituyente se demoniza el procedimiento atriano (si se me permite tal ficticio logismo) por considerarlo una muy chilena cuchufleta.

Ante tal potente argumento, la pregunta es: ¿estos críticos han actuado con el mismo celo con otros “resquicios” que vulneran el espíritu de la Carta Fundamental?  La respuesta es clara: no.

Porque aunque la Ley General de Educación señala expresamente que las universidades privadas deben ser corporaciones sin fines de lucro (y las estatales, por cierto, no lo pueden tener) lo que se ha hecho en todo este tiempo, por muchos de los cercanos a quienes hoy niegan el derecho a la autodeterminación, es obtener vergonzosas utilidades a costa de las familias chilenas (más aún, de las más vulnerables) que tienen el anhelo de que uno de los suyos obtenga un título universitario.  Y han validado el resquicio de las sociedades inmobiliarias espejo.

Y ahí está el abuso de la legislación sobre concesiones mineras para proteger inversiones en otros ámbitos, como el eléctrico, como lo han reconocido ejecutivos de HidroAysén y Energía Austral.  Lo cual, por cierto, tampoco está en el espíritu del Código Minero.

La conclusión que se obtiene es que, al parecer, para robarle al pueblo los resquicios sí son legítimos pero para que éste se pronuncie sobre un tema tan importante como lo es definir bajo qué Constitución quiere vivir, no.  Y esto no es un problema de prioridades sino de dominación.

El segundo regalo de la semana vino de manos del ministro de Hacienda, Felipe Larraín.  Nos lo entregó con su frase “a nivel micro, hay numerosos inversionistas, cuyas identidades no voy a revelar, que me han expresado que están posponiendo decisiones de inversión dada la incertidumbre que existe en materia de una Asamblea Constituyente, el festival de anuncios tributarios, etcétera”.  Sus dichos causaron estragos, no en los filantrópicos inversionistas que quieren el bien de Chile sino en el mundo político. Pero sus palabras también llegaron con trampa discursiva.  Porque hasta antes de su afirmación, para esta administración los principales problemas del país eran responsabilidad del gobierno anterior.  Y resulta que ahora, según el administrador de las arcas públicas, los males actuales serían culpa ¡del gobierno que viene!  Porque los candidatos que han planteado tal posibilidad son precisamente los que se definen de oposición al oficialismo, dentro de los cuales saldrá, todo lo indica así, el próximo principal inquilino de La Moneda.

Es en el debate público el terreno en que nos vemos las caras.  Porque, en definitiva, ésta es una contienda discursiva.  Una en la cual se enfrentan posturas y es la ciudadanía la que tiene la responsabilidad de evaluar.  Y ella es la que deberá estar atenta cuando le quieran someter a subrepticias triquiñuelas. Trampas que, aunque se vistan de terno y corbata y se empapen de seriedad, no serán más que eso… una bien empaquetada cuchufleta más.

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