Yuval Noah Harari es el nombre como se conoce al historiador israelí actualmente vivo y de 49 años (nació, dicen, en 1976), que devino un «sabio de su época», o un «intelectual orgánico» de este tiempo –no de alguna «clase social», como diría, todavía al modo marxista de interpretación de la historia humana, un Antonio Gramsci, hace casi cien años y cuando aún remontábamos el siglo XX.
El acontecimiento biográfico y epocal ocurrió a Harari luego de la publicación de su libro Sapiens. Breve historia de la Humanidad en 2014. ¿Lo has leído? En él piensa una hipótesis interpretativa de la totalidad de lo humano como «especie» —o sea, como biología; como aparición y existencia de algo como el «fenómeno humano» dentro de la generalidad que llamamos, después de que un Aristóteles pusiera los fundamentos lógicos de la biología, el «fenómeno de lo que está vivo».
Esta perspectiva resulta para mí especialmente relevante en el desenvolvimiento de la cultura moderno-europea vuelta planetaria. Hacer revenir al presente histórico, y de esta manera al escenario de la cultura planetaria, a una de las llamadas «ciencias modernas de la Naturaleza». Precisamente Marx —y sus abundantes continuadores, los progresismos de la izquierda y la derecha política de ya dos siglos—, se ciegan dentro de lo «humano solamente humano», y olvidan la participación nuestra en el Universo, bajo el sol.
O, si lo prefieren, abiertos (inevitablemente) a un «orden cósmico». O simplemente al griego antiguo de cosmos, para abrir los dogmas e ideologismos del creer en algo y reducir los «problemas del sentido» de los humanos modernizados. Los de existir «trans» toda interpretación.
Harari habló hace 10 años, de «millones de años» humanos, no de siglos. No de la Revolución Francesa —que fascinaba a Hegel—, sino de «períodos» hasta entonces inabarcables para la interpretación moderna. Nos propone, a su manera, otro «paradigma modelo». Nos retractaba hacia lo vivo; no impulsaba hacia la historia. Era importante y valioso ahora, el «largo plazo», no el prurito periodístico del ahora.
El riesgo cultural —aquí la palabra «riesgo» resulta muy juvenil—, era que una idea como esa siempre podía aparecer como una «generalidad vacía», una «especulación» y «mera poesía», respecto de los tomos y los papers de las ciencias dominantes. Todavía los racionalistas de la «ciencia económica» y la «ciencia política» actuales tachan de poesía lo que NO son sus números y estadísticas ilusorias pero demoledoras de la vida. Eso de la «cultura de la muerte»…
Que sea israelí, además, lo sitúa como cercano protagonista de un efectivo «ahora», al compartir la nacionalidad y religión de unos que combaten dentro de una guerra completamente actual: las guerras de Oriente Medio. Esto pareciera contingencia y periodismo puro.
Desde estas posiciones epocales, ahora a Harari se le pide —y él entrega, abundante y algo facilistamente— sus interpretaciones de «un cuanto hay». Harari parece haber sido devorado por la vorágine de esta muy contingente «fin de época», y creyó completamente en la fama del «bestseller».
Así del asunto «inteligencia artificial». Atengámonos a una opinión suya, que expresa, creo, esta autointerpretación megalómana donde se mueve hoy.
En una entrevista, precisamente con un «gran periodista inglés» —uno por ello incapaz del largo plazo y de estar en el mensaje del primer Harari de Sapiens—, responde acerca de las posibilidades de «extinción de la humanidad» por las consecuencias de pasar a existir entre las inteligencias artificiales.
Unas IA que aprenden cómo aprender, y lo que aprenden de sus creadores humanos es la libertad de verdad y falsedad, de construir y destruir, ahora ilimitadamente. Nuestros nuevos hijos, las IA, que, como los hijos biológicos, no obedecen regularmente a sus padres
Si una vez hubo bomba atómica; si luego hubo catástrofe ecologista; si hoy pareciera haber cierta «hecatombe demográfica» (doble: por demasiados y por sin hijos), Harari se apresura, al parecer, a liderar a quienes anuncian la próxima más inminente.
Un ejemplo que le parece absoluto: las IA como agentes legalmente personales, y como tales inversores en las bolsas mundiales. El próximo «hombre más rico del planeta» —esta obsesión ideologizada—, será, afirma, una máquina. Superior, en cálculos de rendimiento financiero, a cualquier mente cósmica.
Unas IA que «aprenden cómo aprender», y lo que aprenden de sus creadores humanos es la libertad de «verdad y falsedad», de «construir y destruir», ahora ilimitadamente. Nuestros nuevos hijos, las IA, que, como los hijos biológicos, añade, «no obedecen regularmente a sus padres».
Es decir, un producto cultural de la modernidad que, nuevamente, escaparía de aquella ilusión máxima: el control humano y permanente de las fuerzas cósmicas. No pues, «para qué sirven» las IA, ni qué «novedades de experiencias» abren –a los científicos, a los médicos, a los ingenieros, a la administración social racional del post, a los artistas conceptuales–, novedades, me parece, meramente contingentes, decaídas y marginales.
Tal vez eso de «la libertad» debiera resultar «el asunto». Ahora, como un nuevo rostro, libertad para la autodestrucción. Para ese «sueño» del suicidio –máxima experiencia existencial y filosófica epocal para un progresista Albert Camus, debatiendo con el otro «progresista comprometido», Sartre –ambos plenificados por la contingencia siglo XX. En cambio, la «misteriosa libertad», creo que había dicho antes el maestro de Sartre, Heidegger…
En Chile, dos caminos —dos libertades—, algo alternativos, y en nuestro mundillo filosófico local. Humberto Giannini que se va al bar y a la plaza pública para intentar desprenderse de un largo Occidente filosófico que trepida –su La reflexión cotidiana de 1987–, que pareciera, a veces, desembocar en el facilismo de la «filosofía de mi barrio», y con el filósofo escribiendo cuentos irrelevantes y, peor, abstractos. Y Pablo Oyarzún que desde alguna experiencia alterna –una angustia, sin duda, muy propia, íntima y especial–, parece haber preferido dispersar su saber, negar el discipulado y confundirse en la mediocridad institucional de la «primera Universidad chilena».
Porque filosofar no es pre ni post tensión. No es tensión alguna. Hoy a veces dice: también desprenderse de la palabra «es», del «ser». Ni definir, ni «encontrar sentido», sino percibir…
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