I. El Fuego
Una chispa tembló en la corteza del mundo,
y el hombre la vio como a un dios moribundo.
De piedra en piedra talló su temblor,
y el fuego nació como canto y dolor.
La noche cedió su dominio ancestral,
cuando ardió la leña bajo un techo mortal.
El fuego fue padre, fue madre, fue altar,
un sol cautivo que enseñó a pensar.
Llamas que bailan sobre el barro y la piel,
cuentos grabados en carbones de hiel.
El hombre se hizo dios de la llama,
y el miedo, ceniza que duerme en la cama.
II. La Rueda
Sobre el lomo del tiempo rodó la invención,
un círculo eterno sin dios ni estación.
De tronco y de hueso nació su alarido,
la rueda avanzó lo que estaba perdido.
Giró sobre tierra, sobre guerra y paz,
rompiendo la selva, la piedra, el compás.
Ya no fue la sangre quien tiró el sudor,
sino el eje oculto del viejo motor.
Caminos que huyen hacia el horizonte,
carros que cruzan las sombras del monte.
Y en cada espiral de su giro callado,
el hombre se olvida de haber comenzado.
III. La Semilla
De barro y de hambre nació la quietud,
la raíz profunda, el tallo y la cruz.
El hombre sembró su espíritu inquieto,
en surcos de luto, en panes de reto.
Ya no corrió tras la bestia o el río,
ahora la espera florece en su frío.
El maíz le habló en lenguas antiguas,
y el trigo creció entre manos ambiguas.
Cultivar fue rito, fue pacto con suelo,
con sangre y sudor como forma de cielo.
Y al mirar la espiga como a una hija,
el hombre se hundió en su nueva guarida.
IV. La Voz
Un gemido vibró entre dientes de hueso,
la voz se alzó como un trueno espeso.
No era del viento, no era del ave,
era del hombre su grito grave.
Del rugido al canto, del canto al rezo,
nació la palabra como un fuego ileso.
El mundo tembló bajo su son,
y el verbo talló su propia prisión.
Lenguas de sombra, dialectos de sal,
susurros de guerra, promesas de mal.
Y aún en su boca, quebrada de siglos,
la voz es hechizo y es eco de sigilos.
V. El Clan
Así empezó la era sin tiempo ni nombre, donde el hombre fue Dios para matar al hombre
Junto al fuego, el hombre no estuvo solo,
tejió su destino con otro en el dolo.
Miró a su hermano, vio su reflejo,
y nació el clan, sin cielo ni techo.
Un círculo de espaldas, de miedo y alianza,
con ojos de sombra y piel de esperanza.
El clan fue escudo, fue lanza y frontera,
una patria de hueso en tierra cualquiera.
Con danzas de lobo y pacto de sangre,
la tribu cantó lo que el alma no narre.
Y el hombre supo que no era uno,
sino un eco de muchos bajo el mismo ayuno.
VI. El Espejo
El agua calló su reflejo impasible,
y el hombre miró su rostro imposible.
No era bestia, no era estrella caída,
era su sombra que pedía salida.
De pronto supo su carne y su muerte,
y el alma lloró por su suerte inerte.
El espejo tembló como una verdad,
una grieta abierta en la identidad.
Desde entonces, busca en cada cristal
una imagen rota, un juicio final.
Y cada reflejo, cruel o sincero,
le devuelve el rostro del mundo entero.
VII. El Fratricidio
Cuando el hombre fue hombre.
Un día el fuego no calentó la cueva,
la voz fue cuchillo, la rueda una prueba.
La semilla dormía sin tierra ni fe,
y el clan se quebró donde el odio fue ley.
El espejo sangró bajo un rostro partido,
el reflejo mostró a un yo malnacido.
Ya no fue la bestia quien trajo el temor:
fue el hombre, el hermano, el mismo color.
Las piedras no alzaron templos ni muros,
fueron cráneos rotos, pactos oscuros.
El canto fue grito, el grito decreto,
y la historia, un campo sembrado de muertos.
Así empezó la era sin tiempo ni nombre,
donde el hombre fue Dios para matar al hombre.
Y desde entonces, en cada ciudad,
algo ruge al fondo de la humanidad.
No es memoria, ni mito, ni antiguo ritual,
es semilla presente de un bien terminal.
Porque en cada gesto, en cada frontera,
aún se alza un cuchillo tras la bandera.
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