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El hueso de pollo

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La peste había dejado cicatrices que la memoria apenas podía soportar. Las ciudades estaban llenas de sombras humanas, cuerpos que caminaban entre ruinas, con ojos vacíos y manos ansiosas de comida. El hambre y el placer de comer eran lo único que aún les recordaba la vida que habían perdido. La familia vivía aislada en una casa de madera y barro, protegida del caos exterior. Eran cuatro: madre, padre, niño y niña. Cada uno arrastraba cicatrices del hambre y del miedo, pero juntos aún conservaban algo de humanidad.

Esa tarde, la madre cocinó un caldo de pollo. El aroma llenó la pequeña casa, despertando recuerdos de días antiguos y felices. La familia se sentó a la mesa, ansiosa, con la mirada fija en el gran puchero que hervía suavemente. El padre vertió el caldo en los tazones, y la niña, con manos temblorosas, removía las verduras mientras el niño observaba los huesos del pollo, brillando entre el vapor.

El niño, pequeño y travieso, sintió una punzada de deseo imposible de contener. Mientras todos estaban distraídos, tomó el pedazo más grande del pollo y lo escondió bajo la mesa. Lo miró, lo olfateó, y finalmente lo devoró con frenesí. No dejó ni un pedazo de carne; incluso los huesos se consumieron lentamente entre sus dientes. Ese acto insignificante fue suficiente para despertar algo oculto en la carne.

Los días siguientes, la familia notó algo extraño. Primero fueron murmullos apenas perceptibles: un crujido de hueso cuando el niño se movía, un roce que parecía recorrer su estómago mientras dormía. La madre pensó que era la peste otra vez, pero no: los huesos comenzaron a crecer dentro del niño, deformando su cuerpo. Lentamente al principio, luego con violencia, como raíces blancas que se retorcían bajo su piel. La carne se hinchaba, los dedos se retorcían, y un olor acre llenaba la habitación.

Cada noche, los huesos emitían susurros.

Palabras antiguas, guturales, que ningún oído humano debería escuchar. El niño las repetía sin saberlo, pronunciando nombres y plegarias de criaturas que no pertenecían a este mundo. La casa se llenó de crujidos y golpes: los huesos del pollo eran demonios diminutos que caminaban bajo su piel, buscando un modo de salir y reclamar el mundo exterior.

La familia trató de contenerlo, pero cada intento solo fortalecía la presencia dentro del niño. Su cuerpo se deformaba, los huesos crecidos sobresalían por la piel, formando figuras retorcidas que crujían y se movían por sí solas. La locura y la peste se mezclaban en un acto grotesco: lo que era un hijo pequeño ahora era un receptáculo de horror, un altar viviente para una entidad que crecía con cada gesto de hambre y sufrimiento.

El caldo de pollo, la espera, el deseo y la avaricia infantil habían liberado algo que no podía ser contenido

Finalmente, la familia comprendió que no había escapatoria. El niño lloraba y gritaba, convulsionando mientras los huesos se extendían, atravesando el suelo y los muebles. La madre y el padre, entre la desesperación y la locura inducida por la peste, tomaron una decisión que les heló la sangre: era mejor acabar con el sufrimiento. Con manos temblorosas comenzaron a sacar pedazos del hijo, carne y hueso deformados que se retorcían y crujían, mientras él aullaba con horror y dolor. La niña lloraba y gritaba, pero no había lugar para el consuelo.

Cada bocado les otorgaba un par de días más de vida, pero también alimentaba al demonio. La entidad dentro del hueso de pollo crecía como un árbol retorcido, extendiendo raíces y ramas por toda la casa, atravesando paredes, techo y piso. La casa misma parecía viva, pulsante y oscura, un organismo deformado por el horror. El niño, consumido y mutilado, era a la vez víctima y vehículo de esa maldad.

El olor a carne, sangre y humedad llenaba cada rincón. La familia, descompuesta y deformada por la peste, continuaba alimentándose de su hijo, atrapados en un acto sórdido de supervivencia que convertía la inocencia en un espectáculo grotesco. Cada momento de horror fortalecía a ese demonio, que ahora ocupaba cada espacio de la casa, un árbol de carne y hueso que retorcía la realidad.

Al final, la casa quedó silenciosa, excepto por los crujidos de los huesos y el murmullo de raíces que se expandían. La familia había prolongado su existencia unos días más, pero nada podría detener el inevitable destino: serían devorados por las criaturas nacidas de la peste, y la entidad del pollo, ahora un árbol viviente de horror, permanecería, creciendo en la casa, esperando la próxima víctima.

La casa estaba llena de oscuridad, dolor y un silencio que gritaba, y el demonio se mantenía, eterno y voraz, mientras los restos humanos se mezclaban con las raíces que atravesaban todo, recordando que la locura y el hambre podían gobernar incluso lo más íntimo de la familia.

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1 Comentario

Alex

Buen cuento