En la historia de la humanidad no solo ha existido una división del trabajo, sino también una división entre lo bello y lo no bello. O, dicho de otra manera, entre quienes son percibidos como dignos de admiración y quienes están destinados a la invisibilidad. Esta fractura, que parece trivial, ha influido tanto como los modelos económicos que han marcado el destino del hombre: desde la comunidad primitiva hasta el neoliberalismo, pasando por el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y los socialismos fracasados. Porque en todas esas etapas, lo estéticamente hermoso ha servido como frontera simbólica.
Pero el concepto de belleza nunca ha sido universal. Difiere del lugar donde se nace, como difiere la lengua o la religión. Lo que en una cultura se considera armonioso, en otra puede resultar grotesco o banal. Basta recordar al Homo floresiensis, aquel homínido de apenas un metro y medio de altura hallado en la isla de Flores, en Oceanía: un ser que sobrevivió no gracias a la estética, sino a la adaptación. En su mundo, la belleza no era un ideal, sino una irrelevancia.
Con el paso de los siglos, esa indiferencia se perdió. Occidente convirtió la belleza en una forma de poder. Lo bello comenzó a definirse desde los centros de dominio cultural, desde los imperios que colonizaron el mundo no solo con ejércitos, sino con retratos, cánones, proporciones y espejos. Desde Durero y Leonardo hasta las cirugías digitales de las redes sociales, la historia de la estética ha sido también una historia de imposiciones: quién puede ser deseado, quién debe esconderse, quién representa la perfección y quién encarna el error.
La estética del dominio es precisamente eso: un sistema que usa la belleza para someter, para colonizar el cuerpo y la mente. Sus parámetros —la delgadez, la piel clara, la juventud— no surgen de la naturaleza, sino de la conveniencia del poder. Es el mismo poder que antes imponía dioses, banderas o lenguas, y que hoy se disfraza de algoritmo, publicidad y selfie.
Arthur Schopenhauer veía en la belleza una pausa en la voluntad de vivir, una suspensión del sufrimiento. Lo bello, decía, nos libera momentáneamente del deseo y de la miseria que implica existir. Sin embargo, esa concepción —que parece tan sublime— también implica una jerarquía: solo quienes pueden “contemplar” la belleza tienen la posibilidad de escapar del dolor. En una sociedad desigual, esa contemplación se convierte en privilegio. La estética schopenhaueriana, en su aparente pureza, contiene la semilla de la exclusión: no todos pueden acceder a la belleza porque no todos pueden detenerse a admirarla.
Hegel y la belleza como verdad del espíritu
Para Hegel, la belleza es la manifestación sensible de la idea, la forma en que el espíritu absoluto se expresa en el mundo. Pero esa visión, profundamente eurocéntrica, define qué civilización tiene “espíritu” y cuál no. En su sistema, la belleza occidental —el mármol griego, la simetría renacentista— se erige como la culminación del arte, mientras las expresiones de otras culturas quedan relegadas a “etapas inferiores del desarrollo”. La estética, así, se convierte en una herramienta filosófica del dominio cultural. Lo bello no solo representa el espíritu, sino que lo jerarquiza.
Nietzsche y la belleza como máscara del poder
Nietzsche, en cambio, desenmascara ese ideal. Para él, la belleza no tiene que ver con la armonía ni con la moral, sino con la fuerza. Lo bello no es lo bueno, sino lo que afirma la vida con intensidad. La tragedia griega, con su mezcla de horror y esplendor, era para Nietzsche la prueba de que la verdadera belleza nace del caos, no del orden. En ese sentido, su crítica anticipa nuestra época: una cultura obsesionada con la apariencia, pero incapaz de mirar la verdad que late debajo del maquillaje. Nietzsche sospechaba que toda estética es una máscara. Y hoy, las máscaras son filtros.
Umberto Eco y la historia de la fealdad
La belleza, como la historia, ha sido escrita por los vencedores. Tal vez ha llegado la hora de que los feos tomen el control de la historia
Umberto Eco lo comprendió mejor que nadie: no hay belleza sin fealdad. En su monumental Historia de la fealdad, mostró cómo cada época ha definido lo “feo” para reforzar su propio ideal. Lo monstruoso, lo deforme, lo oscuro, han sido siempre necesarios para consolidar la imagen de lo perfecto. Así, la belleza es también una estrategia narrativa: lo feo debe existir para ser expulsado, para confirmar el dominio de un canon. Pero en el fondo, Eco revela la trampa: la fealdad es la verdad reprimida del sistema estético. Lo que el poder no puede tolerar.
Byung-Chul Han y la belleza sin aura
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lleva esta discusión al presente digital. En La salvación de lo bello, afirma que hoy la belleza ha perdido su “aura”, como decía Benjamin del arte. Ya no provoca contemplación, sino consumo. La estética contemporánea es lisa, transparente, amable: el rostro de la positividad neoliberal. En Instagram, todo es “bello” porque todo debe serlo. La belleza deja de ser un puente hacia lo trascendente y se convierte en una herramienta de rendimiento, un instrumento para vender, influir o seducir. La mirada ya no busca profundidad, sino aprobación.
Y es aquí donde la estética del dominio alcanza su forma más sofisticada: la del control invisible. Las redes sociales no solo reproducen cánones de belleza; los actualizan en tiempo real. Cada “me gusta” refuerza un modelo corporal, una piel, una sonrisa, un tipo de vida que se impone como meta. Lo bello se vuelve obligación. El rostro humano se convierte en una interfaz, y la belleza en un lenguaje de obediencia.
La rebelión de los feos
Quizás ha llegado el momento de invertir la ecuación. De aceptar que la belleza, como la historia, ha sido escrita por los vencedores. Y que lo feo —lo no simétrico, lo imperfecto, lo desbordado— puede ser también una forma de resistencia. Porque detrás de cada canon hay un espejo, y detrás de cada espejo, una mirada que manda.
Y si lo bello ha servido durante siglos para legitimar el poder, tal vez ha llegado la hora de que los feos tomen el control de la historia.
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