#Cultura

La máscara

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Nadie recordaba el rostro de Gabriel. Ni sus compañeros de trabajo, ni la mujer que le servía café cada mañana. Era uno más en la multitud: sin voz, sin gesto, sin historia.

En la ciudad todos caminaban con prisa y con una expresión vacía, como si un molde invisible les cubriera la cara. A veces pensaba que todos, incluido él, estaban disfrazados.

Una tarde, en medio de una lluvia sucia, Gabriel se refugió bajo un toldo. Al levantar la vista, notó un local que nunca había visto antes: “Máscaras auténticas. Únicas.”
El letrero parecía antiguo, casi pintado a mano.

Entró. El interior olía a polvo y pegamento viejo. Un hombre delgado, con los ojos hundidos, lo observó sin moverse desde el fondo. Las paredes estaban cubiertas de rostros colgados: tristes, sonrientes, furiosos, algunos con expresiones tan humanas que daban miedo.
—¿Cuál quiere ser hoy? —preguntó el vendedor.
Gabriel sonrió, incómodo.
—No lo sé… tal vez uno que me haga parecer distinto.
El hombre asintió y sacó una máscara color piel, lisa, sin rasgos definidos.
Esta es especial —dijo—. Se adapta sola.

Gabriel pagó. No recordaba haber usado efectivo, pero al salir la puerta ya estaba cerrada, y la tienda, desaparecida. Y la lluvia era nieve, y la multitud era nada.

Esa noche, frente al espejo, probó la máscara. Era fría al tacto y olía a carne.
Cuando la colocó sobre el rostro, la tela pareció succionarse a su piel, fusionándose con un sonido húmedo. Trató de quitársela, pero la máscara se movía con él, como una segunda piel.
Su reflejo no mostraba líneas, ni bordes: su cara era nueva, desconocida… perfecta.

Al día siguiente, en la oficina, todos lo saludaron con una cortesía que jamás había recibido.
El jefe lo elogió por su trabajo. Una compañera le sonrió y le enseñó las piernas.
Por primera vez en años, Gabriel sintió que existía y que su vida tenía un rostro bello.

Cada noche la máscara se pegaba un poco más. Al dormir, sentía un calor extraño en la cara, como si alguien respirara desde adentro.
Comenzó a escuchar susurros detrás de las paredes y rasguños bajo su cama.
En el metro, notó que otros pasajeros lo observaban, algunos con máscaras similares.
O tal vez no eran máscaras… sino rostros demasiado perfectos para ser reales.

A veces, en los reflejos de los escaparates, todavía puede verse. El rostro de Gabriel, multiplicado, caminando entre todos nosotros. Inconfundible y vacío. Una máscara más

En el baño de la estación, intentó arrancársela. Sus uñas se rompieron contra la piel lisa.
Gritó, pero la voz que salió no era la suya. Era más profunda, más ajena.
Corrió por las calles, buscando la tienda, pero solo encontró un muro de cemento y un cartel de “se arrienda”.

Esa noche soñó que caminaba entre maniquíes. Todos tenían su cara.

Días después, Gabriel ya no fue a trabajar.
Nadie lo echó de menos. Su escritorio fue ocupado por otro, que tenía su mismo timbre de voz, su misma sonrisa, y —según algunos— hasta su mismo nombre.

En los noticieros aparecieron breves menciones sobre personas que desaparecían sin dejar rastro, siempre en zonas muy concurridas.
Las cámaras mostraban calles llenas de gente.
Y entre ellos, una figura que miraba directo al lente, con una cara perfecta, limpia, sin un solo gesto humano.

A veces, en los reflejos de los escaparates, todavía puede verse.
El rostro de Gabriel, multiplicado, caminando entre todos nosotros. Inconfundible y vacío. Una máscara más.

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