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Renacer entre ruinas y tres poemas. Parte 1.

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VERSO 1. Renacer entre ruinas

Hubo un día en que las piedras lloraron,
bajo las ruinas de templos caídos.
Roma era polvo, sombra, crujido,
y los cuervos tejían silencio en el mármol.

Cenizas cubrían las manos del hombre,
ignorante de su propia extinción.
Entre códices rotos y antorchas dormidas,
la fe se volvió inquisición.

Pero algo nació entre lo oscuro:
una línea, un trazo, una flor.
De las tumbas brotó lo impuro,
convertido en sublime esplendor.

Fiorenza tembló con su fuego interno,
musa de pinceles y sueños perdidos.
Leonardo escuchó al cuerpo eterno
y Miguel Ángel lo esculpió en sus latidos.

Los frescos sangraron cielos enteros,
ángeles heridos de sabiduría,
y Rafael, en medio de libros y fierros,
pintó la armonía que el alma tenía.

No fue un milagro, sino una revancha,
la razón alzándose entre espadas.
Las iglesias ardían, la peste danzaba,
pero el arte volvió a ser esperanza.

Se abrieron los cuerpos con bisturí
y los secretos del alma se dibujaron.
La sangre, que antes era herejía,
ahora era mapa, era estudio sagrado.

¡Oh mármol, que fuiste tumba y cuna!
¡Oh luz, que naciste de tanta noche!

En cada capilla se alzó la luna
como un dios sin dogma ni broche.

Y el hombre, ese triste animal penitente,
miró por fin al cielo con hambre.
Quiso tallar su rostro doliente
en la eternidad de un instante.

Porque allí, en los huesos del olvido,
nació la flor más bella de todas:
la idea, el cuerpo, el arte encendido
que venció a la muerte y sus modas.

El Renacimiento no fue un tiempo,
fue un grito del alma rota.
Fue el momento en que la tumba
aprendió a escribir su nota.

VERSO II – Ecos de la imprenta y el verbo sagrado

Y entonces fue la tinta.
Una gota, un charco, un río oscuro.
No sangre, no aceite, no luto:
sino verbo encadenado en plomo puro.

En Maguncia, entre campanas viejas,
un hombre susurró al metal dormido.
Gutenberg, herrero de letras ciegas,
fundió el alma del mundo en un ruido.

¡Tac!
Cada golpe fue una grieta en el cielo.
¡Tac!
Cada página, una blasfemia en el templo.
¡Tac!
Cada Biblia, una llama sin dueño

que escapó del control del infierno y del cielo.

Y el libro dejó de ser altar
para hacerse espada.
Ya no era objeto de los dioses
sino voz de la plebe cansada.

Las letras caminaron solas
por caminos que jamás existieron.
Y al llegar a Alemania, los clavos
retumbaron en la voz de Lutero.

El Renacimiento no fue un tiempo, fue un grito del alma rota. Fue el momento en que la tumba aprendió a escribir su nota

Clavó su verdad en la puerta
como si golpeara la eternidad.
Ciento y tantas heridas abiertas
que sangraban libertad.

¡Oh cristiandad partida, herida,
dividida por la pluma y el verbo!

Un sermón, una Biblia, una vida
ya no dictadas por Roma y su imperio.

Los libros hablaron en lenguas mortales.
Ya no en latín, ni en eco de élites:
ahora en alemán, en francés, en vulgares
idiomas de pan, de harapos, de grises.

El conocimiento huyó de los muros
y se escondió en casas de barro.
Las ideas, antes castigo y conjuro,
ahora corrían como los perros del campo.

Y la Iglesia tembló.
Los inquisidores se despertaron.
Los estantes se llenaron de fuego,
las palabras se volvieron pecado.

Pero ya era tarde.
La imprenta había roto el candado.
Los monjes no podían callar las páginas
que el pueblo ya había tocado.

Los ojos del campesino brillaron.
La mujer leyó con dedos temblorosos.
El niño soñó con santos humanos.
Y el hereje se volvió glorioso.

Porque no hay fuerza que encierre la voz
cuando ésta aprende a multiplicarse.
Gutenberg no imprimió una Biblia:
Imprimió el fin del silencio de siglos de hambre.

VERSO III – Voces del pentagrama y el mármol

En un mundo aún pestilente,
donde las calles sudaban mugre
y las plazas olían a miedo,
surgieron himnos desde lo invisible,
como manos tendidas al cielo,
pidiendo belleza
a cambio de tanto excremento.

Brueghel, el viejo, pintó al campesino
con la misma dignidad que a un santo.

Entre aldeas de dientes carcomidos,
halló el color de la risa,
el caos ordenado del trigo,
la muerte bailando en bodas sin pan.
Su pincel era evangelio sin Dios,
un arte sin templo ni cruz.

Vivaldi, enfermo de fiebre roja,
hundía su violín en los inviernos,
haciendo florecer las estaciones
en medio del hielo y del pecado.

Su música no olía a incienso,
sino a taberna,
a niño de coro con hambre,
a mujer descalza soñando con cielos de seda.

Los mármoles de Italia temblaron
bajo las manos de los locos geniales,
ángeles ciegos golpeando la piedra
hasta hacerla respirar.

Y en cada iglesia retorcida,
en cada cúpula empapada en frescos,
una promesa:
que la humanidad aún podía ser redimida
por la forma perfecta de un torso desnudo.

Pero la belleza dolía.
Los mecenas compraban salvación
con oro y pecado.
Y entre cada nota, cada trazo,
se escondía una plegaria maldita,
como si el arte fuera la única manera
de pedir perdón
por seguir siendo bestias.

Así, en medio del hedor
de un continente que no se lavaba,
la música brotó como incienso nuevo,
y el arte, como sangre bendita,
nos recordó
que incluso entre las moscas y los lamentos,
la luz insiste en florecer.

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