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Pepe Mujica: el revolucionario que se despidió de las ideologías sin dejar de ser fiel a sí mismo

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José “Pepe” Mujica fue muchas cosas: guerrillero, preso político, presidente, campesino. Pero, sobre todo, fue un hombre libre. Libre incluso dentro de una izquierda que tantas veces ha sido prisionera de sus dogmas. Su vida, marcada por la coherencia y una austeridad rayana en la terquedad, fue un testimonio inusual en un continente lleno de caudillos con discursos inflamados y un sistema que fomenta el individualismo.

Desde sus años como militante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros hasta su presidencia entre 2010 y 2015, Mujica no dejó de creer en la justicia social, pero supo ver —como pocos— que las ideologías absolutas suelen nublar el juicio. Su paso por el poder fue más pragmático que doctrinario. Gobernó con sentido común, sin miedo a decepcionar a los puristas de su sector, y con una libertad interior que le permitió decir verdades incómodas tanto a la izquierda como a la derecha.

Mujica no predicaba la pobreza: vivía con sencillez porque no le interesaban los adornos del poder. Renunció al boato presidencial y donaba la mayor parte de su sueldo. Su austeridad no era una estrategia de marketing político, sino una forma de estar en el mundo. Lo que otros maquillaban como “vida sobria”, en él era convicción.

Pudo haberse convertido en ídolo, en marca, en leyenda de consumo progresista. Pero eligió seguir siendo agricultor, andar en su viejo Fusca, hablar sin eufemismos, y recordarnos que el poder no vale nada si uno se pierde a sí mismo en el proceso.

En tiempos donde los extremos ideológicos vuelven a ensordecer al sentido común, Mujica fue —y sigue siendo— una lección incómoda. La de alguien que combatió la desigualdad sin odio, que entendió la política como una herramienta, no como una trinchera, y que no necesitó gritar para hacerse escuchar.

Eso son los políticos que se necesitan para romper el estancamiento que nos ha sumido la polarización de los extremismos. Estos son los hombres que muestran que la vejez no es el fin, sino el inicio de constantes reflexiones. Vivimos en una sociedad global infectada de populismo del más barato, donde la ignorancia es valorada y el egocentrismo priva sobre la empatía. Los verdaderos revolucionarios son reformadores. Evolucionan con su entorno. Pepe Mujica nos deja una herencia que solo algunos sabremos aprovechar, una herencia donde el humanismo siempre debe ir primero, aunque seamos una minoría entre la contaminación de una política que no cambia nada y al final solo queda vacío.

En un mundo polarizado y obsesionado con etiquetas, Pepe Mujica demostró que se puede ejercer el poder con humildad, vivir con coherencia, y mantenerse fiel a los principios sin caer en el fanatismo. Su legado no se mide en eslóganes, sino en la profundidad ética de sus actos

Hoy que su figura se despide del escenario, su legado no cabe en una consigna. Quizá ahí radica su grandeza: en haber demostrado que se puede ser de izquierda sin fanatismo, se puede ejercer el poder sin corromperse, y se puede envejecer sin amargura.

Mujica también se distanció de la tentación de eternizarse en el poder o de construir un culto a su imagen. Algo que otros líderes de izquierda como Chávez, Maduro, Correa y Morales no pudieron hacer. Fueron corrompidos por el poder. Otros líderes latinoamericanos terminaron aferrados a su silla. Su salida fue natural, sin maniobras ni nostalgia de grandeza. Supo cuándo retirarse, y eso en sí mismo fue un acto revolucionario.

En un mundo polarizado y obsesionado con etiquetas, Mujica fue una anomalía. Su discurso envejeció mejor que la mayoría porque no dependía del aplauso de turno. Fue un revolucionario sin uniforme, un presidente sin palacio, un ideólogo sin dogmas. Una figura que se despidió del poder sin aferrarse a él, y que vivió recordándonos que no hay libertad posible sin humildad.

Nos deja un reformador, un presidente sin palacio, un ideólogo sin dogmas. Nos deja, al fin, un hombre libre.

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