#Medio Ambiente

El mercado no protege lo que no tiene precio

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En estos tiempos, en los que la urgencia ambiental es innegable, sorprende que uno de los mayores escollos para una política ecológica efectiva siga siendo una antigua consigna del liberalismo clásico: laissez faire, laissez passer. Dejar hacer, dejar pasar. En otras palabras: que el Estado no se meta, que no regule, que no interfiera. Como si el mercado, por sí solo, pudiera resolver lo que él mismo ayudó a desequilibrar.

Detrás de este ideario se sitúan muchos de los sectores que hoy cuestionan las regulaciones ambientales. No lo hacen abiertamente, por supuesto. En general, las disfrazan de reclamos de eficiencia: que los estudios de impacto tardan demasiado, que las normas cambian con lentitud, que los permisos se demoran, que la burocracia ahuyenta inversiones. El problema, nos dicen, no son las industrias extractivas, ni los megaproyectos sin participación ciudadana, ni la sobreexplotación de ecosistemas; el problema son los gobiernos que “ponen trabas” al crecimiento.

Lo que esta narrativa omite —y evita discutir— es que el verdadero “costo” de proteger el medio ambiente no es solo económico: es político. Significa tomar decisiones que no siempre son populares en el corto plazo, pero necesarias para garantizar un mínimo equilibrio ecológico, social y ético a futuro. Y eso, para muchos, resulta más incómodo que cualquier evaluación técnica.

Es cierto que los marcos legales a veces avanzan lento, y que los gobiernos no siempre están a la altura de los desafíos ambientales. Pero también es cierto que los intereses económicos presionan constantemente para que esas normas sean más blandas, más laxas, más “ágiles”, aunque eso signifique reducir exigencias.

Uno de los blancos más frecuentes de esta crítica son los estudios de impacto ambiental. Se les acusa de ser costosos, extensos o “teóricos”. Sin embargo, cuando se hacen bien, son precisamente esos estudios los que permiten anticipar daños, prevenir conflictos, mejorar proyectos y generar legitimidad social. Pero cuando se subcontratan a consultoras privadas sin contrapeso institucional, el conflicto de interés se vuelve inevitable. Y el “libre mercado” termina validando estudios hechos a medida del inversor.

La situación se agrava cuando se niega la propia existencia del problema. Algunos sectores políticos siguen minimizando o ridiculizando el cambio climático, molestos quizás por su imprevisibilidad. ¿Y qué efecto tiene eso sobre la inversión?, se preguntan. Como si lo grave fuera la inestabilidad regulatoria, no la inestabilidad planetaria.

A esto se suma un hecho todavía más estructural: nuestro conocimiento de la naturaleza es parcial y limitado. Se estima que existen entre 8 y 10 millones de especies en la Tierra, pero la ciencia solo ha descrito unas 2 millones. Mientras acumulamos siglos de saber técnico y jurídico, sobre el medio ambiente todavía estamos aprendiendo. Esta ignorancia —que no es culpa, sino condición— no debería llevarnos a actuar menos, sino a actuar con más cuidado, con más debate y con más ciencia pública.

También conviene mirar a quienes deben aplicar esas normas: los funcionarios públicos. Cuando evalúan proyectos, muchas veces lo hacen basándose en marcos normativos sin respaldo científico suficiente. No por negligencia, sino porque aún hay mucho que no se investiga —especialmente en lo ambiental—. Si hay errores en un estudio, puede rehacerse. Pero si un funcionario comete un error por falta de información confiable, puede ser sancionado, desplazado o expuesto públicamente. Esta asimetría refuerza la fragilidad de lo público, justo cuando más necesitamos un Estado capaz, autónomo y con resguardo político.

Mientras sectores políticos y económicos insisten en desregular la protección ambiental, esta columna recuerda que lo que está en juego no es la inversión, sino el futuro. Regular no es frenar: es cuidar aquello que no tiene reemplazo

Pero el mundo cambia. Y una política que no cambie con él se vuelve obsoleta. Lo que ayer parecía aceptable, hoy puede ser riesgoso; lo que antes no estaba regulado, ahora requiere atención urgente.

El desafío, entonces, no es menor. Se trata de romper con la idea de que regular es sinónimo de obstaculizar. De comprender que una política ambiental seria no frena el desarrollo, sino que le da futuro. Porque no se trata solo de atraer inversión, sino de que esa inversión no deteriore el territorio al que llega. No se trata solo de crear empleo, sino de que ese empleo no destruya los ecosistemas donde vive la comunidad. No se trata solo de producir, sino de hacerlo sin hipotecar lo que no podemos reponer.

La política ambiental no puede ser ni una excusa ni una molestia. Debe ser una columna vertebral del desarrollo. Y para eso, el Estado no puede replegarse. Debe estar presente: fortaleciendo sus capacidades técnicas, dotando de autonomía a las instituciones, garantizando transparencia y participación, y sobre todo, ofreciendo una visión de largo plazo.

Una sociedad democrática necesita algo más que eficiencia: necesita justicia ambiental, coherencia política y responsabilidad intergeneracional. Eso exige gobernar con visión, con conocimiento y con límites.

Porque el mercado puede hacer muchas cosas. Pero lo que no puede hacer —por sí solo— es proteger aquello que no tiene precio: el agua, el aire, los suelos, la biodiversidad, el equilibrio climático. Para eso, hace falta política. Y no cualquier política: una que piense más allá del trimestre, más allá del cálculo electoral, más allá de la inercia.

Una política ambiental valiente. Que no se excuse en lo complejo. Que no se rinda ante lo urgente. Y que entienda que cuidar el planeta no es ideología: es sentido común en estado puro.

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