Chile enfrenta una segunda vuelta presidencial marcada menos por identidades históricas y más por percepciones de desempeño y expectativas de futuro. El clivaje clásico dictadura-democracia que durante décadas ordenó el comportamiento electoral aparece hoy difuminado, especialmente entre generaciones que no vivieron ese período o que lo procesan como un hecho histórico más que como una experiencia política constitutiva. En su lugar, emerge con fuerza una tensión más funcional: continuidad versus cambio.
La disputa entre Jeannette Jara y José Antonio Kast se inscribe precisamente en ese marco. No se trata solo de dos proyectos políticos, sino de dos lecturas distintas sobre el momento económico y social del país. Las encuestas han mostrado una ventaja basal para Kast del orden de 55 por ciento versus 45 por ciento que difícilmente puede explicarse solo por atributos personales. Hay al menos dos factores estructurales detrás: el peso simbólico del Partido Comunista en el imaginario colectivo chileno y la lectura de esta elección como un plebiscito implícito al gobierno de Gabriel Boric.
Desde una perspectiva de economía política, esto no es menor. El voto castigo ha sido un mecanismo recurrente en los últimos 15 años, reforzando lo que podríamos llamar la teoría del péndulo. Gobiernos que prometen transformaciones profundas enfrentan rápidamente restricciones políticas, fiscales e institucionales, generando frustración y abriendo paso a opciones que ofrecen orden, control y corrección. Todo indica que ese patrón sigue vigente.
Conviene también despejar caricaturas. Si Kast ganara la elección, es poco probable que Chile experimente un ciclo inmediato de protestas masivas con legitimidad social amplia. De ocurrir movilizaciones, al menos durante el primer año, estas tendrían previsiblemente baja aprobación ciudadana en un contexto donde la demanda por estabilidad, seguridad y gobernabilidad sigue siendo alta. Del mismo modo, si Jara resultara electa, no existe evidencia seria para sostener que Chile derive hacia modelos como Cuba o Venezuela. Esa narrativa, aunque eficaz desde el punto de vista electoral, carece de sustento económico e institucional.
Ambas candidaturas convergen, al menos en el discurso, en promesas ambiciosas: reducir listas de espera en salud, retomar tasas de crecimiento cercanas al 4 por ciento, avanzar hacia el pleno empleo y ordenar la inmigración. El problema no es la dirección de los objetivos sino la credibilidad de los instrumentos y la consistencia macroeconómica para alcanzarlos. Aquí la campaña ha mostrado su mayor debilidad: una narrativa más popular que técnica, más populista que programática, donde el diagnóstico fino y la restricción presupuestaria quedan relegados frente a consignas de alto impacto.
El resultado de esta elección, más allá de quien gane, debiera leerse como una señal de alerta sobre la necesidad de elevar el estándar del debate y volver a conectar promesas con capacidades reales
En este contexto, resulta sugerente recordar una frase atribuida a Cervantes: «Luchamos contra tres gigantes: la injusticia, el miedo y la ignorancia.» Hoy esos gigantes no solo operan en el plano social sino también en el político. El miedo a perder lo poco ganado o a cambios percibidos como riesgosos, y la ignorancia entendida como simplificación extrema del debate público, han condicionado fuertemente esta campaña.
Para el oficialismo, el escenario que se abre es particularmente desafiante. La rearticulación política no será solo una decisión estratégica post electoral, sino una obligación estructural. Si no logra recomponer un relato creíble de desarrollo, crecimiento e igualdad compatible con responsabilidad fiscal y eficacia del Estado, el riesgo no es una derrota puntual, sino que el péndulo deje de oscilar y se estacione en la derecha por un período prolongado.
Desde la economía, la advertencia es clara: sin crecimiento sostenido no hay política social viable y sin gobernabilidad política no hay crecimiento posible. El resultado de esta elección, más allá de quien gane, debiera leerse como una señal de alerta sobre la necesidad de elevar el estándar del debate y volver a conectar promesas con capacidades reales. Chile ya pagó caro en el pasado reciente el costo de ignorar esa lección.
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