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Cambalache de segunda vuelta

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Cada vez que Julio Sosa empieza a cantar los primeros versos del clásico de Enrique Santos Discépolo, no puedo evitar pensar que es el mejor diagnóstico de la distorsión en que nos hemos ido transformando como sociedad durante los últimos 50 años; y que esta contienda electoral, que pronto estrenará su segunda patita, representa el epítome del nivel de hipocresía que representa el baile de máscaras que escenifica en cada proceso de elección popular la ultraderecha y derecha tradicional, desde la vuelta a la democracia hasta nuestros días. Y que en el último proceso eleccionario alcanza ribetes de antología.

“…Qué siempre ha habido chorros (ladrones en el lunfardo porteño) / maquiavelos y estafaos / contentos y amargaos / valores y dublé (imitación de una joya u oro falso en el lunfardo porteño)…” reza uno de los versos, escritos por el preclaro Santos Discépolo, que canta con esa voz de barítono el uruguayo Julio Sosa desde las profundidades de la eternidad que sólo los clásicos del arte alcanzan. Para recordarnos que la mentira y el engaño muchas veces en la historia se disfrazan de verdad y sinceridad, para confundir a los incautos, embaucar a los soñadores y abusar de los ignorantes.

Ese es el patético escenario electoral al que la sociedad chilena se está enfrentando en el ocaso del primer cuarto del S. XXI, donde se pretende elegir al presidente número 33 desde que se creó el cargo hace casi 200 años (no estoy contando al dictador Augusto, al que nadie eligió. Y conté una sola vez a los que se han repetido el plato en el cargo). El deterioro del tejido social del país ha alcanzado tal nivel de descomposición que los ropajes impostados del Maquiavelo alemán que detenta la pole position en el futuro balotaje están plagados de suturas, parches y recauches que al candidato y su comando poco les importa disimular, ya que saben que al frente tienen un electorado motivado por emociones básicas alimentadas durante decenas de años por una narrativa estupidizante consumida diariamente a través de la TV abierta, periódicos y radios oligopólicas, que potencian un individualismo patológico y cercenan cualquier atisbo de pensamiento crítico.

“…Vivimos revolcaos / en un merengue / y en un mismo lodo / todos manoseaos…” insiste con voz melodiosa y masculina el uruguayo Sosa en una idea que Santos Discépolo, a pesar de haberla escrito hace más de 90 años, refleja la pérdida sostenida del sustrato ético que cualquier persona debiese tener al acometer cualquier acción en su diario vivir. Sobre todo, si esas personas desarrollan labores de servicio público o si abrazan ideales políticos, filosóficos o religiosos orientados al bien de las mayorías.

El neoliberalismo in extremis, impuesto a sangre y fuego por el régimen dictatorial de los Chicago Boys, ha terminado por permear a gran parte de la clase política parasitaria y oportunista. Cada cuatro años exhiben sus pobres argumentos por los que debiesen ser reelectos por votantes emocionales a los que les bastan las peculiares explicaciones de los antiguos vencedores que culpan a los retadores de sus propias falencias. El lodazal maloliente en que se ha transformado el ágora pública favorece a los oportunistas, que tienen la ventaja frente a los genuinos servidores públicos que, aunque escasos, les cuesta nadar en el estercolero parlamentario.

El candidato teutón, aspirante al poder ejecutivo en la segunda vuelta presidencial, es un especialista en atraer al lodazal argumentativo a sus oponentes, donde puede manosear y tergiversar a piacere un pobre libreto populista de alto impacto en un electorado hastiado.

En cada proceso de elección popular, la ultraderecha perfecciona su arte del engaño, apelando a emociones básicas para disfrazar de verdad un proyecto retrógrado que empobrece la democracia

“…Si uno vive en la impostura / y otro roba en su ambición / da lo mismo que sea cura, / colchonero, rey de bastos / caradura o polizón…” insiste nuevamente Julio Sosa en refregarme en la cara cómo se conduce nuestra sociedad actualmente. La defensa irrestricta de algún ideal ha sido reemplazada por intereses personales. Indudablemente estoy siendo injusto con representantes que genuinamente defienden ideales reparadores, pero esos quijotes son escasos. En cambio, abundan los “servidores públicos” proclives a servirse del y al Estado para su usufructo personal.

Si de impostura se trata, José Antonio puede dar cátedra respecto de la distancia ética entre su discurso pseudo liberal y su genuino ideal ultraconservador. Pero como sabe que vivimos en tiempos de cambalache, sus silencios y promesas intimidan menos de lo que tranquilizan a los nuevos votantes irreflexivos. Para los electores con buena memoria, está la cápsula de cristal antimales, que lo protege contra las desgracias que urden los imaginarios enemigos del marxismo local.

¡No pienses más! / sentate a un lao, / que a nadie importa si naciste honrao! / Es lo mismo el que labura / noche y día como un buey, / que el que vive de los otros / que el que mata, que el que cura, / que el que está fuera de la Ley…” Así remata el gran Julio Sosa entre los acordes de un bandoneón que invita a la reflexión. La degradación del ejercicio público por políticos venales no es nueva. Lo nuevo es la ausencia de respuestas sociales, de repudio ciudadano y de acciones concretas del Estado capaces de revertir la distorsión ética de los últimos años: parlamentarios que se cambian de partido como de calzoncillos, que reciben instrucciones de grupos de interés, que priorizan a los actores del mercado sobre el bienestar común. En el reino del neoliberalismo, donde todo se transa, José Antonio opta por un silencio estruendoso, mientras convierte la dignidad de la señora Juanita en una acción bursátil.

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