Finalmente, todos los pronósticos se cumplieron y José Antonio Kast ha alcanzado la presidencia de la república de Chile. Bajo cualquier punto de vista, arrazó con una abudante mayoría a la candidata oficialista y, de paso, la izquierda institucional tuvo el peor resultado electoral presidencial desde el retorno a la democracia. Así, la ultraderecha toma el mando del ejecutivo con una apuesta centrada en reestablecer el orden, el respeto a las leyes, tomar una posición severa con la migración irregular y «devolver al país la calma, la paz y los valores tradicionales». Lo cierto es que no se sabe con certeza cómo el electo presidente piensa llevar a cabo su proyecto, cuestión que, se asume, se comenzarán a ver desde marzo del 2026.
Es un futuro gobierno que, al igual que el anterior, genera expectativas muy altas y dichas expectativas, no necesariamente se van a ver resueltas en los primeros días de facto, de ejercicio. Con el lema de campaña «gobierno de emergencia», las personas van a estar esperando acciones específicas que vayan, primeramente, con poner orden en las calles.
Casi como si de magia se tratase, y esto, si no se vislumbran resultados palpables, la paciencia de la ciudadanía se va ver menguada paulatinamente. Por lo tanto, el equipo de gobierno y el mismo presidente electo Kast, tendrán que tener un manejo comunicacional efectivo centrado en dar una narrativa de tranquilidad y que el plan (sea cual sea) poco a poco irá teniendo forma. En definitiva, el gobierno entrante no tiene nada fácil el poder articular la altísima expectativa que hay sobre ellos/as y lo que, en la práctica, en las cámaras o por decreto, puede llegar a hacer.
Por otro lado, está la derrota de la izquierda institucional en la presidencia. En el Senado y en el Congreso, no obtuvieron malos resultados, pero, aún así, simbólicamente significa una debacle importante, no tanto para el PC, como para los partidos del gobierno que son más nuevos. Entonces ¿qué pasó? Pues lo que le está pasando a la izquierda en el mundo; primero, la gente que alcanza el poder se convierte en parte de una nueva élite que deja de ser representativa de sus votantes. Segundo, la militancia, como diría Boaventura Dos Santos, un intelectual portugués, ha perdido o está perdiendo el trabajo de barrio.
El nicho que siempre ha tenido la izquierda han sido los sectores populares y, los partidos políticos, con su aparato electoral, más no ciudadano, van dejando de lado esa militancia activa. Esta es una izquierda bien formada, académica, pero que, a lo mejor, en su vida han estado en la vida cotidiana de barrio, viendo los problemas que existen. Una generación nueva que, desafortunadamente, se tilda de manera despectiva como «woke», una vez en cargos públicos, pues hacen uso de los privilegios que involucra ello, tanto el poder, dinero, el mundo de contactos. En tercer lugar, tampoco tienen experiencia en gestión pública, a lo mejor a nivel municipal, pero no coordinando grandes proyectos. La corrupción, el llevar a familiares o amigos/as a cargos políticos, todo eso hace que se enfanguen más y pierdan credibilidad.
La izquierda institucional ha perdido o está perdiendo el trabajo de barrio
Todo esto no son situaciones nuevas, está ocurriendo en occidente. Las izquierdas decimonónicas que representaban intereses de clase han desaparecido dejando paso a una generación, a ratos prepotente respecto al pasado, tremendamente inconsecuente entre el discurso y sus propias vidas. Con ese desgaste autoinfligido, sumado a la desinformación, la propagación del miedo, la sensación de sentir inseguridad o que ello sea así, pues la ultraderecha tiene más fácil la tarea para ganar votos.
La izquierda institucional no puede apelar a identidades variopintas o dar una lucha cultural si, primero, las personas se sienten inseguras de salir a la calle, no poder llegar a fin de mes y tener como chivo expiatorio que la migración es una parte responsable de esa inseguridad, tanto social como laboral. Hay que, a lo mejor, volver a lo elemental, en el discurso de la izquierda, para recuperar la confianza. No lucha de clases, lucha contra la desigualdad, la segregación, la pobreza, los salarios, la educación, la vivienda, las pensiones, etc. No hay unas condiciones mínimas para que la ciudadanía tenga el ocio para pensar en otra cosa que no sea poder matarse trabajando o saber que, a lo mejor, estando en la calle, te pueden asaltar. Y eso a la izquierda institucional le cuesta mucho entender porque, precisamente, están confundiendo el diagnóstico.
En principio, las personas no quieren un régimen autoritario, lo que quieren es vivir en paz, poder ganar lo suficiente para sostenerse, realizar sus proyectos de vida tranquilos y el discurso de la ultraderecha, dadas las circunstancias que existen en Chile ahora, llegó a la ciudadanía. Dudo mucho que los/as chilenos/as quieran tener, siquiera, una aproximación a tiempos muy oscuros de la historia del país.
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