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Populismo en Chile: Las promesas y los limites de Laclau

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Un reciente reportaje en El Mercurio sobre la diputada Pamela Jiles reveló un dato llamativo: su pareja y jefe de gabinete, Pablo Maltés, reconoció abiertamente la influencia del pensamiento de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en su forma de entender y hacer política. Que una figura política vinculada a lo que podríamos llamar “populismo mediático” chileno se reconozca lectora de La razón populista no debería tomarse a la ligera.

La pregunta que surge es inevitable: ¿qué tan presente está hoy la influencia de Laclau en la política chilena? ¿Hasta qué punto su modelo de análisis –que se debe reconocer su poder de seducción– ha moldeado nuevas formas de comprender al “pueblo”, a los liderazgos y a la propia democracia?

Desde la perspectiva de Laclau, el populismo no es una ideología ni un programa de gobierno, sino una lógica de construcción política que articula demandas sociales dispersas en torno a un “significante vacío”; una palabra que no dice mucho por sí sola, pero que puede unirlo todo. Ese significante suele ser “el pueblo”, pero puede ser “la gente”, “los indignados”, “los descamisados” (peronismo), o cualquier palabra que permita delinear un nosotros frente a un ellos. Bajo ese marco, figuras como Pamela Jiles o Franco Parisi operan dentro de una lógica populista clara, aunque no necesariamente consciente. Ambos conectan con una ciudadanía hastiada de los partidos tradicionales, que busca representantes directos, que hablan sin filtro, que apelan más a la emoción que al argumento. En el caso de Parisi, el uso de redes sociales como canal privilegiado de comunicación, su tono empresarial, y su rechazo a los ritos del poder institucional lo convierten en un fenómeno casi de laboratorio para la teoría de Laclau.

No se trata de ideas de izquierda ni de derecha, como señala el líder del PDG. Se trata de la capacidad de articular malestares bajo una promesa totalizante, aunque esa promesa nunca termine de definirse.

Pero el caso más interesante de influencia laclauniana en Chile probablemente sea el del Frente Amplio, que hace un par de años traté en otra columna de opinión. Según un artículo académico en Scielo Chile (Ricardo Camargo, 2024), varios de sus referentes –especialmente en sus inicios– se nutrieron de la teoría del discurso de Laclau y Mouffe. La idea de disputar el sentido común, de construir un nuevo bloque histórico, de que “lo social” es siempre una construcción simbólica en disputa, formó parte del andamiaje conceptual de sectores de Revolución Democrática, Convergencia Social y de algunos círculos intelectuales que rodeaban al movimiento estudiantil. Esclarecedor fue su discurso moralista contra la Concertación. La campaña presidencial de Gabriel Boric en 2021, con su énfasis en los derechos sociales, en una nueva Constitución y en representar a los excluidos contra “los mismos de siempre”, tuvo tintes populistas moderados. Pero el giro que ha debido hacer en el gobierno –hacia la negociación, los acuerdos, el pragmatismo– muestra un límite claro: el discurso populista puede servir para llegar al poder, pero no necesariamente para ejercerlo según sus principios.

Laclau fue categórico: el populismo no es ni de izquierda ni de derecha (Parisi dixet). Es una forma de estructurar el espacio político cuando el orden institucional no logra dar respuestas. Por eso, el mismo esquema puede aplicarse incluso a Milei, quien ha usado la lógica populista a la perfección: construyó un antagonismo nítido (“la casta”), un relato emocional (“nos robaron el país”), y un liderazgo carismático que promete refundar la nación. Todo eso sin un partido tradicional, sin una maquinaria territorial clásica, sin estructuras ideológicas pesadas. Solo con relato, redes, furia y un “pueblo” en abstracto que todo lo justifica.

Eso nos lleva a preguntarnos: ¿es el populismo una vía para democratizar la política o una vía hacia el autoritarismo personalizado?

¿Es el populismo una vía para democratizar la política o una vía hacia el autoritarismo personalizado? La teoría de Laclau, aunque influyente en la política chilena reciente, enfrenta serios límites cuando se traduce en acción de gobierno

Una revisión crítica al pensamiento de Laclau, como la realizada por muchos analistas, advierte varios problemas serios. Su teoría establece estructuras (el líder, el pueblo, el antagonismo) que parecen aplicarse a todo, pero explican poco cuando llega el momento de gobernar. Es ahistórica, pues deja de lado las condiciones materiales, culturales e institucionales concretas donde los procesos políticos han ocurrido. Es poco autocrítica, porque no se pregunta por las consecuencias reales de la lógica populista cuando se convierte en régimen. De hecho, no existen experiencias exitosas de gobierno que han seguido su marco teórico. O que hayan logrado traducir ese “significante vacío” en resultados duraderos y beneficiosos para el pueblo real.

Frente a este escenario, es clave que quienes creen en la democracia sustantiva hagan algo más que indignarse y denunciar o, peor aún, copiar esas formas. Se debe volver a creer en el poder transformador de las ideas, de las doctrinas, de los proyectos colectivos, de las trayectorias históricas que, desde distintas veredas, han construido el Chile de hoy que, digamos de pasada, tan mal no está.

En el caso de la izquierda democrática chilena –y especialmente del socialismo– esto implica levantar una defensa clara del legado institucional y reformista que ha sido su sello distintivo. No se trata de negar el malestar social ni de oponer tradición a renovación. Se trata de demostrar que es posible cambiar Chile con responsabilidad, profundidad y compromiso democrático. De mostrar que hay un camino provechoso entre la rabia y la resignación.

Porque si se abandona el terreno de las ideas, otros se adueñarán de él con discursos fáciles, soluciones mágicas y “pueblos” imaginarios que pueden terminar perjudicando a la gran mayoría que forman esos pueblos. Ejemplos sobran.

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