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Progresismo sin pueblo, crisis de representación y la encrucijada histórica de la Democracia Cristiana

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La derrota reciente de la izquierda chilena no puede comprenderse adecuadamente si se la reduce a una oscilación electoral o a un cambio coyuntural del humor ciudadano. Se trata, más bien, de la manifestación específica de una crisis más amplia de representación política que atraviesa a las democracias contemporáneas y que afecta de manera particular a los proyectos progresistas. En el caso chileno, esta crisis adopta la forma de un progresismo crecientemente desanclado del mundo popular, fenómeno que puede conceptualizarse como un progresismo sin pueblo, escenario en el cual la ubicación de la Democracia Cristiana (DC) no es secundaria, pues interpela directamente la coherencia entre su tradición doctrinaria y su inserción actual en un conglomerado político cuyo horizonte antropológico y estratégico le resulta, en varios aspectos, ajeno.

Sostener que el progresismo chileno ha experimentado una mutación cultural y sociológica que ha debilitado su capacidad de construir hegemonía social, y que la DC, lejos de actuar como contrapeso o mediación virtuosa, ha tendido a adaptarse pasivamente a este marco, profundizando así su crisis identitaria, es reconocer que la recomposición de un proyecto democrático-popular exige una revisión crítica de esta convergencia y una rearticulación del vínculo entre política, pueblo y sentido común.

Una de las transformaciones centrales del progresismo contemporáneo ha sido el desplazamiento del pueblo como sujeto histórico hacia una multiplicidad de sujetos fragmentados, definidos más por su estatus moral o identitario que por su posición en la estructura social. Como advierte Pierre Rosanvallon, la crisis de las democracias actuales no reside únicamente en la desafección electoral, sino en la erosión de los mecanismos de representación social efectiva, es decir, de la capacidad de las élites políticas para encarnar experiencias colectivas reconocibles.

En el progresismo sin pueblo, el conflicto social —históricamente estructurado en torno al trabajo, la desigualdad y la redistribución— es progresivamente reemplazado por un conflicto moral, donde la política opera como un dispositivo de corrección simbólica antes que como una herramienta de transformación material. Chantal Mouffe ha advertido que cuando las fuerzas progresistas abandonan la construcción de un nosotros popular amplio y renuncian a disputar el sentido común, dejan el terreno libre para que la derecha articule políticamente las pasiones y los miedos sociales.

En el caso chileno, este proceso se expresa en una creciente distancia entre el lenguaje progresista y la experiencia cotidiana de los sectores populares, donde las demandas como la seguridad, el orden territorial, la migración o la precariedad laboral son abordadas con ambivalencia o sospecha moral, como si su sola formulación implicara una concesión al conservadurismo. Esto culmina en una inversión del vínculo representativo, donde el pueblo deja de ser interlocutor y pasa a ser objeto de evaluación ética.

Desde una perspectiva gramsciana, el problema central del progresismo sin pueblo es su incapacidad para ejercer hegemonía, entendida no como dominación, sino como dirección intelectual y moral de la sociedad. En efecto, Antonio Gramsci subrayó que toda fuerza transformadora requiere articular intereses materiales con una visión del mundo capaz de devenir sentido común y cuando esta articulación se rompe, la política se fragmenta en nichos y la hegemonía se disuelve.

Autores contemporáneos como Wolfgang Streeck han señalado que las izquierdas occidentales, al integrarse plenamente al consenso liberal-global, han perdido su anclaje en las clases populares, convirtiéndose en representantes de una “coalición progresista de clases medias educadas”. Este diagnóstico resulta particularmente pertinente para el caso chileno, donde el progresismo ha mostrado una notable capacidad para articular consensos en espacios universitarios, mediáticos y culturales, pero una creciente dificultad para sostener vínculos orgánicos con territorios y organizaciones sociales.

Gobernar sin pueblo, en este sentido, no es simplemente gobernar con baja popularidad, es gobernar sin una base social capaz de sostener políticamente las decisiones, procesar el conflicto y producir legitimidad duradera; de ahí la fragilidad estructural de los gobiernos progresistas contemporáneos y su tendencia al repliegue tecnocrático o comunicacional.

En este entendido, es contradictorio a la esencia de la Democracia Cristiana chilena —que se constituyó históricamente como una fuerza política orientada a la construcción de mayorías sociales, articulando reforma, comunidad y justicia social desde una antropología cristiana personalista— que su matriz doctrinaria, inspirada en la Doctrina Social de la Iglesia, conciba al pueblo no como una abstracción moral, sino como una comunidad histórica concreta, atravesada por relaciones de solidaridad, trabajo y pertenencia territorial.

La derrota reciente de la izquierda chilena no puede comprenderse adecuadamente si se la reduce a una oscilación electoral o a un cambio coyuntural del humor ciudadano

Desde esta perspectiva, la inserción de la DC en un conglomerado hegemonizado por el progresismo cultural de la izquierda, plantea un problema de coherencia estratégica, no porque exista una incompatibilidad absoluta entre ambas tradiciones, sino porque la DC ha tendido a subsumirse en un marco discursivo y político que no le es propio, renunciando a disputar la orientación del proyecto común. Porque, como ha señalado Ernesto Laclau, toda articulación política implica una lucha por el significado del proyecto colectivo y quien no disputa esa significación, acepta una posición subordinada.

En consecuencia, esto ha significado una doble pérdida, donde la DC ha debilitado su capacidad de interpelación popular, mientras el progresismo ha prescindido de una tradición política que podría haber contribuido a recomponer su vínculo con el mundo social. Y, por otro lado, la Democracia Cristiana, históricamente llamada a cumplir un rol de mediación entre cambio y estabilidad, aparece hoy desdibujada, sin proyecto propio ni capacidad de incidencia hegemónica.

Es posible interpretar la presencia de la DC en este espacio político como una decisión táctica orientada a frenar el avance de la derecha radical o a preservar espacios institucionales. Sin embargo, como advierte Norberto Bobbio, cuando la política se reduce a la lógica del mal menor y pierde horizonte normativo, se erosiona su capacidad de orientar la acción colectiva. Así, la incoherencia no es, por tanto, meramente doctrinaria, sino estratégica, porque una fuerza política que renuncia a su identidad en nombre de la supervivencia termina, paradójicamente, acelerando su irrelevancia. Visto así, la DC no puede cumplir un rol histórico significativo si se limita a administrar su declive dentro de un progresismo sin pueblo.

La crisis actual exige algo más que reacomodos electorales, exige la reconstrucción del vínculo entre política y sociedad, entre proyecto transformador y experiencia popular, lo cual implica, al menos, tres desplazamientos fundamentales:
i) es necesario restituir centralidad a la cuestión social, entendida no solo como redistribución económica, sino como condiciones concretas de vida, seguridad, trabajo y pertenencia comunitaria;
ii) se requiere reconstruir mayorías políticas, asumiendo que la democracia transformadora es, por definición, una política de mediaciones y consensos amplios, no de minorías moralmente autoafirmadas; y
iii) es imprescindible reafirmar identidades políticas con vocación popular, capaces de dialogar críticamente con la modernidad sin disolverse en ella.

Para la Democracia Cristiana, esta encrucijada es decisiva: o acepta su integración subordinada a un progresismo culturalmente hegemónico, pero socialmente frágil, o asume el desafío —difícil pero históricamente coherente— de contribuir a la articulación de un nuevo proyecto democrático-popular, capaz de reconciliar justicia social, comunidad y gobernabilidad. En un tiempo marcado por el desencanto y la polarización, la tarea pendiente no es moralizar más la política, sino repolitizar la vida social.

Sin pueblo no hay hegemonía; sin hegemonía no hay transformación; y sin transformación democrática, la política se reduce a la mera administración del malestar. En mi parecer, esa es la advertencia que deja la derrota reciente y el desafío que aún permanece abierto.

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