Otro proceso electoral ha comenzado. Estas instancias invitan a reflexionar sobre la democracia, su estado y cómo protegerla. Efectivamente, son muchos los artículos que nos hablan de la defensa de la democracia frente a actores que, aunque la reivindican, no siempre actúan según sus principios. Pero ante tanto análisis, surge una pregunta clave: ¿de qué democracia hablamos y debemos defender? ¿Un ideal pendiente o la defensa del régimen vigente? Si es lo segundo, debemos reconocer que nuestra democracia está deteriorada desde hace tiempo.
Deberíamos empezar a reconocer que la democracia basada en una constitución nacida en dictadura y legalizada en los años 90 nació agusanada. La democracia actual está corroída, por la corrupción política y económica. La corrupción atraviesa el Estado y sus instituciones: el Parlamento, las alcaldías, el Poder Judicial, las instituciones castrenses y de orden, el empresariado y todo aquello donde existe un arca o poder. Mientras antes se reconozca el estado de nuestra democracia, antes comenzará su defensa o reconstrucción.
Cuando se valora el carácter democrático de las primarias, se omite que los partidos que compiten no tienen un funcionamiento democrático interno. Las candidaturas, muchas veces, son definidas por élites o encuestas de popularidad, sin transparencia ni procesos abiertos. Así, la defensa democrática comienza por democratizar los partidos.
Otra variante donde los partidos podrían ayudar es desistir de reciclar sus propuestas en cada elección. El anteproyecto de Carolina Tohá así lo hace en su propuesta centrada en tres ejes: “progreso, seguridad y bienestar compartido”. Aunque formulados en un nuevo contexto, estos objetivos recuerdan fuertemente a consignas previas como “crecer con igualdad”, de Ricardo Lagos. Esto podría interpretarse como una reiteración de promesas no cumplidas. Las que sí se han cumplido han sido en favor del empresariado mediante privatizaciones. Esto genera desconfianza y aleja a la gente de la política, debilitando la democracia.
El gobierno de Boric y el Frente Amplio, tras tres años, no logra consolidar su proyecto político. Más que inexperiencia, parece falta de visión propia, lo que ha provocado dependencia de figuras de la ex-Concertación. Esto cuestiona su compromiso con el quiebre del modelo anterior.
En la derecha, sectores radicales ganan terreno, pero más que ideología, exhiben ignorancia y copia de referentes foráneos sin entender el contexto local. No hay un proyecto serio detrás de su discurso, sino arrogancia vacía, que aun así representa un riesgo real.
Pero a mi entender el progresismo también tiene responsabilidad. Su adhesión al modelo neoliberal y su derechización ha tomado el centro político que correspondía a la derecha, permitiendo el ascenso de extremos. En el anteproyecto de Tohá se lee que el Estado no puede reemplazar al mercado en el desarrollo económico, lo que implica una renuncia explícita a liderar políticas públicas transformadoras.
En este escenario, hablar de “defensa de la democracia” como hace treinta años, parece desconectado. Las instituciones —Estado, partidos, Iglesia— están profundamente desprestigiadas. ¿Cómo defender una democracia cuya base institucional está corroída?
La democracia del siglo XXI no puede depender de estructuras del siglo pasado. Necesitamos el valor de decir que la democracia está en crisis, y que solo una ciudadanía activa, organizada desde sus bases, podrá rescatarla o reinventarla
El discurso democrático oficial diagnostica con acierto: crisis de representación, desafección ciudadana, pérdida de legitimidad. Pero evade las causas estructurales: privatización del Estado, debilitamiento institucional y captura por intereses privados. Hablar de pluralismo o fortalecimiento institucional sin abordar estas raíces es autoengaño.
Muchos artículos progresistas son correctos en la forma, pero no movilizan ni proponen transformaciones. El progresismo institucional evita incomodar, rehúye confrontar los límites del sistema y así se vuelve cómplice de su parálisis. En tiempos de crisis —sanitaria, económica, social— insistir en un lenguaje tecnocrático sin abordar el malestar profundo, solo agrava el desencanto democrático.
Las élites han vaciado la promesa democrática. Si alguna vez se ofreció que el crecimiento beneficiaría a todos, lo único que ha llegado a los sectores populares ha sido ver corrupción, hipocresía y colusión. La idea de que Chile está libre de corrupción ya no se sostiene.
La crisis democrática no es solo chilena. Casos como EE.UU., Hungría o Brasil revelan que la desafección hacia las instituciones es global. En este marco, repetir fórmulas tradicionales —más burocracia, más partidos, más institucionalidad— no resolverá nada; podría incluso profundizar el desencanto.
Quizás ya no se trata de defender esta democracia. Tal vez lo que Chile necesita es un proceso de reconstrucción desde abajo, donde aún sobrevive la confianza: coordinadoras de organizaciones sociales a nivel comunal, cooperativas. La tarea no es solo de los partidos. Hay que repensar la representación y participación.
El llamado a defender la democracia no puede ser una excusa para posponer lo urgente: cuestionar sus bases. No se puede invocar pluralismo sin reconocer el desprestigio institucional. No se puede cuidar el Estado sin admitir su actual incapacidad. Necesitamos el valor de decir que la democracia está en crisis, y que solo una ciudadanía activa, organizada desde sus bases, podrá rescatarla o reinventarla. Lo demás, por bien intencionado que sea, será solo un gesto vacío.
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