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La porfiada vigencia del campesinado

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El acelerado desarrollo científico-técnico hoy vuelve posible producir alimentos en granjas inteligentes que crean una atmósfera controlada y automatizada, ahorrando un 95% del agua, en un contenedor de 30 metros cuadrados con mínimo control humano, gracias al uso de tecnologías de precisión como sensores, análisis de datos e inteligencia artificial, que optimizan la utilización de recursos y logran aumentar hasta en 40 veces la productividad. Todo ello, prácticamente sin impacto ambiental y eliminando en un cien por ciento las incertidumbres naturales de la agricultura tradicional como sequías, fríos extremos, olas de calor, lluvias intensas o plagas; la humanidad ha conseguido divorciar la producción de alimentos del medio ambiente y de la fuerza de trabajo. 

En un escenario en que la disponibilidad de los recursos naturales que sustentan la agricultura –el suelo, el agua y la biodiversidad– se encuentran seriamente amenazados por una crisis climática galopante, por un lado, y, por el otro, una crisis del modelo convencional de producción agroindustrial basado en la sobreexplotación desmesurada de los mismos recursos, estos avances tecnológicos supondrían una solución prometedora, si no fuera por la existencia de un fenómeno subyacente a los dos anteriores, y que poca atención recibe de nuestras sociedades predominantemente urbanas: la progresiva desaparición de la clase campesina. 

Desde la revolución neolítica, que supuso la domesticación de especies animales y vegetales, y la sedentarización de los seres humanos, el campesinado ha existido en diferentes lugares del mundo, formando comunidades humanas dedicadas a la agricultura, la ganadería y a la gestión productiva de los recursos naturales, tanto para su reproducción como para el abastecimiento de aldeas, pueblos y ciudades circundantes gracias a los excedentes producidos. 

Objeto de fascinación y estudio de diversas disciplinas científicas, el campesinado, como clase, resiste porfiadamente el paso del tiempo, sobreviviendo a todo tipo de formaciones económicas, políticas y sociales que la humanidad se ha dado a lo largo de la Historia. Ello sólo ha sido posible gracias a la estrecha relación que se establece entre la comunidad campesina y su ecosistema, basada en lógicas de manejo ecológico y reproducción de los recursos naturales desde prácticas más o menos comunitarias, orientadas a la satisfacción de las necesidades básicas individuales y colectivas: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad, autonomía y libertad. 

Sin embargo, desde mediados del siglo pasado, el campesinado viene sufriendo un proceso acelerado de declive en todo el mundo. El avance de la modernización capitalista en el campo, el acaparamiento de tierras por las transnacionales del agronegocio, las políticas públicas orientadas al comercio internacional globalizado, el crecimiento exponencial de las ciudades, el envejecimiento de la población rural por ausencia de relevo generacional en la explotación agrícola y, desde hace menos tiempo, el recrudecimiento de la crisis climática, la escasez hídrica y la degradación de los ecosistemas, han llevado a que los campesinos hoy sean poseedores de tan sólo un cuarto de la tierra agrícola mundial, a pesar de constituir el 90% de los agricultores del mundo. Aún así, el campesinado sigue alimentando a cerca del 70% de la población total. Por ello, no es difícil imaginar las significativas implicancias que tendría una, cada vez más plausible, extinción de la clase campesina sobre la seguridad alimentaria global y la seguridad económica de los cerca de 1.200 millones de personas en el mundo que, junto a sus familias, viven del trabajo de la tierra. 

Pero aún imaginando por un momento, en un generoso ejercicio de optimismo, que la transformación de los sistemas agroalimentarios se desarrollara sin riesgo de malnutrición gracias al advenimiento de tecnologías ultra eficientes de bajo costo; sin compromiso de los ecosistemas gracias a la adopción masiva de métodos productivos limpios y sostenibles; y sin precarización de las personas gracias a políticas de desarrollo rural robustas e integrales; la extinción del campesinado seguiría siendo una mala noticia y un sombrío pronóstico para los anhelos del lado oprimido de la humanidad de construir sociedades más justas e inclusivas, especialmente cuando se ciernen sobre el mundo tendencias y propuestas políticas preocupantemente individualistas, discriminatorias y descarnadamente competitivas. 

En términos prácticos, el modo campesino de uso de los recursos constituye un testimonio vivo de la posibilidad real de establecer relaciones económicas alternativas al capitalismo, que a la vez sean exitosas y sostenibles en el tiempo

El patrimonio cultural, organizacional y agroalimentario del que la clase campesina es portadora, posee un valor incalculable y, de maneras muy variadas según el país, región o localidad, desarrolla modos de vida que se distinguen por el respeto por lo vivo, la organización de base, la diversidad y la solidaridad. Si bien es cierto que algunos análisis caen en la tentación de romantizar y caracterizar de manera idílica la comunidad campesina, obviando la existencia, en su seno, de muchas desigualdades y vicios inherentes a la cultura hegemónica, es igualmente cierto que no existe tecnología alguna capaz de recrear la compleja trama de relaciones socioambientales que por milenios se ha construido a partir de la coevolución de las comunidades rurales con los ecosistemas y territorios que les dan sustento. 

En términos prácticos, el modo campesino de uso de los recursos constituye un testimonio vivo de la posibilidad real de establecer relaciones económicas alternativas al capitalismo, que a la vez sean exitosas y sostenibles en el tiempo. El estudio de los principios de la economía campesina, de hecho, ha dado lugar a experiencias vanguardistas de innovación social en los países más modernos e industrializados, y al enriquecimiento de la teoría de la economía social y solidaria que cada vez gana más adeptos y que, progresivamente, se abre paso en las agendas de política pública. Estas experiencias beben el néctar de miles de años de prácticas comunitarias, asociativas, cooperativas y solidarias que se encuentran hasta hoy arraigadas en los modos de vida campesinos que, por fortuna y con heroísmo, aún resisten en los más diversos rincones del planeta. 

En el marco de los múltiples esfuerzos que la comunidad de naciones realiza, con creciente dificultad, para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030, la clase campesina mundial, junto a sus diversas expresiones organizativas, mantiene una vigencia indiscutible y una capacidad insustituible de informar (no tan) nuevas estrategias de desarrollo, más sostenibles, justas y resilientes. Bien vale la pena su preservación.

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1 Comentario

José Miguel Iturriaga Gaete

Excelente el artículo, un análisis certero,realista,acucioso y profundo de la crisis agraria mundial y su principal baluarte,el mundo campesino.